29 de febrero de 2012

Verónica Resucitada, una nota de Héctor Sánchez
                                   
La triste elegía de Verónica
Por Héctor Sánchez

—Pardo ha escrito una de las cinco mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un lugar destacado entre los destacados de la escena nacional—

Carlos Orlando Pardo, Héctor Sánchez y Olga Walquiria ©JEP
La ausencia lamentable de comentaristas literarios rigurosos sitúa al escritor en la doble militancia de narrar y asumir la crítica en los medios que aún guardan un espacio para ella. Yo apenas he comentado libros en no más de dos ocasiones. Una de ellas con Carlos Perozzo, escritor ya ausente y ahora con Carlos Orlando Pardo, en torno a su reciente novela Verónica Resucitada. Guardo un gran pudor frente a este hecho, porque soy solamente un prosista que aprende cada día a hacer lo mejor en este oficio. Analizar con el compromiso de publicar las conclusiones, no es mi idea, aunque no me detenga al hacerlo en privado y con la pretensión estricta de un lector que, es lo que soy en el mejor de los casos.  


Pero creo deber a Pardo no sólo estas líneas, sino el reconocimiento a su obra incansable, sobre todo en el relato corto que ha sido una de sus grandes pasiones. Apelo a este recurso porque así lo he entendido, pero también porque conozco su obra, única manera de honrar el trabajo crítico, evitando de este modo incurrir en la improvisación irritante o la banalidad insoportable de los eruditos armados en serie en las universidades que, conocen mucha teoría pero que desconocen la piel del escritor celebrado y que, apenas con las primeras letras en la lectura de la gran tradición literaria ya están listos para pontificar

Acabo de leer en dos sentadas de cuatro horas cada una, a Verónica Resucitada, novela, apenas publicada estos días en Pijao Editores, cuarenta años después de ser fundada. Recuerdo vivamente a Lolita Golondrinas, su incursión como novelista en 1986. Una historia vibrante, desenfadada y casi burlona de los días en que las caballeras largas hacían historia y creíamos posible, pasar del amor a la muerte, sin conocer el sufrimiento verdadero ni las revelaciones tortuosas de la mayor edad. Había allí mucho adjetivo, mucho optimismo, mucho refrán y una buena dosis de ese machismo festivo que aumenta nuestra larvada idiotez. Un libro divertido como eran entonces los años que en el setenta cambiaron los hábitos del mundo para siempre. Puede que no haya sido una novela revelación de las que hubo en aquellos años, pero si fue el relámpago inaugural de un narrador que amaba lo que hacía.   Carlos Orlando Pardo ha sido múltiple en el trabajo de vivir. Niño increíble en los parques del Líbano, donde asustaba a los otros niños de su edad y le pagaban por hacerlo. Teatrero infantil a lado de Sofía, su tía. Maestro de escuela. Hombre casado y padre de familia desde muy joven. Compositor de hermosas canciones. Funcionario público de gran representatividad. Empresario cultural que, es como estar un poco loco. Cuentista oral y por escrito. Novelista por probar y, acaba de hacerlo con una gran carga de profundidad.  
                                                       
“Los barcos no están hechos para permanecer en los puertos”, argumenta Verónica, la triste peregrina de esta historia que se perdió en la libertad de su auténtica vida. Una mujer espejeante, incontrolable y tan sorprendente que llegó a tener sucesivamente tres madres y, por tener tantas fue lanzada a la aventura de quienes se casan honorablemente con sus desgracias. Un circo se lleva a Verónica y la convierte en una libélula que vuela majestuosa en los intrincados vaivenes del trapecio y que, en los brazos del aparador que la recibe en cada vuelo encuentra el amor. Un hombre que perderá esa apuesta porque otro como él la cautivará y Verónica abandonará esposo e hijas para correr tras su corazón sin fronteras. “Me siento mala con él, pero me siento buena conmigo”, medita Verónica cuando huye para siempre.
                                        
En esta novela se rehace inmaculado el proceso creador descifrado por Henri Bergson, según el cual el mar narrativo es un fenómeno circular que no avanza, que permanece anclado mientras la memoria evoluciona para densificar la materia descrita. En la medida que el pasado se dilata, se preserva también indefinidamente. No hay futuro, tampoco presente, todo está en un tiempo corroído por el ajuste que intenta explicarse en la palabra escrita.                                             
Pardo alterna desde el pasado las vivencias de sus sorprendentes personajes. Los retrotrae desde lejanías con meritoria subjetividad y los determina en la misma dirección que la historia se cumple. Entre páginas, Verónica aparece una y otra vez en sus cincuenta y dos escenarios y, con el recurso monologante de su confesionario vergonzante, solitario y sin esperanza, se explica a sí misma por qué hizo lo que nos refiere el narrador. “De todos modos lo tendré muy a raya porque no me considero vagabunda sino aventurera”, suma Verónica a sus exculpaciones despiadadas. Los dos procesos, el amplio y familiar, corre paralelamente con la degradación física de la protagonista que arriba de los noventa años se entrega a la pena de morir con sus remordimientos. ¿Pero cómo lo hace? Busca a sus hijas que han perdido a Arturo, el padre y esposo abandonado, ese alquimista de la existencia que construye y labra muebles de madera y que pasa de comunista a rosacrucista y que, con la espada de su fe, neutraliza por tres años el mal que envenena su sangre, la leucemia. Arturo que se queda solo con el rencor insomne de una caballería por dentro, odiando a esa mujer que sin motivos lo cambió por otro. Una venganza árida en su cuerpo, pero que en el cuerpo de otros es la fuerza dominante y sobreviviente que tarde o temprano llega a su punto de encuentro.
  
Verónica orgullosa es recobrada por sus hijas. Sofía la artista, muere y Verónica con sus dolencias encuentra asilo en casa de Inés, la otra hija y allí se queda, sujeta a una cama, animándose con toda claridad a resistir la oscura noche del alma, sin rechistar, amparada solamente por la ventaja casi espuria de ser madre y abuela, aunque en los hechos sólo haya sido una renegada. “Yo no tengo remordimientos, hice lo que tenía que hacer”, medita en su irremediable caída.
                                                                                                          
Hay dos formas de abordar un drama familiar semejante, mediante la revancha infamatoria y la blasfemia, a la manera de George Bataille, de Jean Genet, de Frank Kafka o como lo ha hecho Carlos Orlando Pardo, con la piel del alma en la punta de sus dedos, desde una digna distancia, sin arpegios sobrantes, con adjetivos reducidos a los esenciales, con mano firme para conducir la narración a través de las tempestades referidas, sin el fácil y temido recurso del sentimentalismo que banaliza el arte de narrar, sin los ripios y muletillas que a veces asoman en libros menores. Sin concesiones, aunque con su temperamento comprensivo y bondadoso que, lejos de ser un lastre es un formidable don. Pero acude a mi memoria la mínima sentencia de una carta que don Fernando de Aragón envía a su esposa Isabel de Castilla: “El mayor castigo es la clemencia.”

En la primera lectura de Verónica Resucitada, sólo pude odiarla y añadí un montón de imprecaciones en su contra. En la segunda, corregida valientemente por su autor ya no pude seguirla odiando porque los detalles de su viaje por la vida, dejando inválida a su familia, me dejaron sin aliento, en esa triste hermandad de ángeles caídos que en el mundo somos casi todos, menos los castos y virtuosos que tienen un lugar en el círculo del Dante. Sentí por ella tanta pena como dolor y, me lo expliqué porque la conducta moral del lenguaje pulcro y sincrónico de la historia, consiguió el milagro de elevar a la categoría de arte el instrumento de su prosa.    
                       
Francamente no estaba seguro del resultado final del libro y me ha sorprendido a la mayor realización de mi esperanza. Quien iba pensar que me atreviera a decirlo cuando tanto repruebo ubicar los buenos libros en el escalafón de los rudos que combaten a los puños. Los libros son sólo buenos o malos, pero creo con mi exigente costumbre de elegir las lecturas y por lo que conozco, que Pardo ha escrito una de las cinco mejores novelas de autor tolimense alguno y, ocupa un lugar destacado entre los destacados de la escena nacional. No suelo regalar el elogio, porque éste y el éxito son muy difíciles de manejar y casi nunca se merecen, pero en este caso me limito a confirmar la emoción que me ha dejado la gratificante lectura de esta novela. Una novela que como ocurre con las de buena factura, es triste pero bella.  

Ibagué, febrero de 2012