18 de febrero de 2012

EL REGRESO DE CARLOS O. A LA NOVELA
Por: Benhur Sánchez Suárez
Para Inés de Pardo
La vida está llena de infinidad de absurdos que ni siquiera necesitan parecer verosímiles porque son verdaderos.
Luigi Pirandello
Dramaturgo y novelista

La muerte es el remedio de todos los males; pero no debemos echar mano de él sino hasta última hora.
Moliere
Dramaturgo y actor francés
Consideraciones generales
Benhur Sánchez Suárez
Hasta hace poco se pensaba que incluir en la ficción rasgos personales o familiares era poco menos que vergonzoso, egoísmo extremo o falta de elegancia, aunque lo cierto es que, si lo analizamos con detenimiento, casi toda la literatura parte de un entorno familiar.
O para decirlo de otra manera, surge del mundo que conoce el escritor, así lo que escriba sea producto solo de su imaginación. ¿Qué conocemos más que la familia? Entonces, ¿por qué se ha evadido el compromiso de llevarla a la literatura y de ponerla en escena, con todos sus defectos y posibilidades? Claro, me refiero a la propia familia, a esa desnudez que tanto asombra al individuo y a la sociedad, por lo que se es tan proclive a la invención y a la mentira, según Freud, y que los escritores remiten a otras familias, imaginadas o reales, donde están convencidos que confluyen su conflictos y los de la humanidad.
Aquella creencia sobre la familia también era llevada de la mano por la manida discusión sobre la rural y lo urbano, que tantos desafueros y desconocimientos ocasionara en nuestra historia literaria en el siglo pasado, en donde lo rural pasaba a ser lo vergonzoso y la metrópoli la cúspide de la inteligencia y la vanguardia.
Meras especulaciones, por fortuna, en las que, sin embargo, muchos perdieron el rumbo y se negaron a sí mismos desarrollos más auténticos. Tal vez esa vergüenza estuviera asociada a la también socorrida premisa de la búsqueda de universalidad, búsqueda que fuera uno de los conflictos intelectuales más acuciantes que nos endosara el proceso de reconocimiento de nuestra razón de ser y su inclusión en la civilización occidental. Esa misma que nos ha tocado padecer desde los tiempos de don Cristóbal.
De quienes cayeron en la trampa de hacerse universales porque anclaron los escenarios de sus ficciones en el viejo continente, pocos pasaron el examen. Y, quizás por esos mismos complejos, a muchos de nuestros escritores los obligó la sociedad a nombrar sus escenarios con nombres imaginarios a cambio de los reales, algunos de los cuales pasaron al cenit de la literatura, como Macondo, el más trascendental de todos.
Con el paso del tiempo, la vergüenza de nombrar el solar nativo ha dado paso a una eclosión de lo local, en el entendido que lo universal son los sentimientos y las emociones, no los escenarios donde se sienta o se expresa o se ejerce el imperio de los hombres. Tal vez este regreso a los primordiales entornos sea una respuesta al acoso de la globalización, esa propuesta impersonal y deshumanizante que padecemos, aunque de tan jugosos dividendos.
Entonces la familia vuelve a ocupar el sitio que le corresponde, principio y final de todas las cosas. Al fin de cuentas es en la familia donde se desarrollan y crecen casi todos nuestros fantasmas, donde se da rienda a los grandes amores y también a los odios profundos, donde se heredan las culpas o los fracasos, los éxitos y las virtudes, las perfecciones y los defectos. Y es indisoluble del territorio de la infancia, el más preciado y saqueado de los tesoros del hombre.
Volviendo al principio, las historias personales y familiares son el eje hoy de la novela moderna, en el sentido de la totalidad que encarnan: acción, historia, conocimiento, ideología, y de la que no se excluyen los procesos escriturales como lo intertextual y lo híbrido, lo meta-ficcional, la semántica, el desarrollo tecnológico, la lingüística, mucho menos el bagaje intelectual, como punto de vista, que pueda aportar el paradigma que elija el escritor para desarrollar con él sus percepciones del mundo.
Para ejemplo ahí están Libertad, la novela de Jonathan Franzen, tan reconocida en estos momentos por los medios como uno de los íconos de la novela estadounidense de hoy; la novela Purga, de Sofi Oksanen, la finlandesa que ha puesto a su tierra a recorrer los idiomas del mundo; y aquí está Verónica Resucitada, novela con la cual regresa Carlos Orlando Pardo a la ficción de largo aliento, que empieza desde ahora a reclamar la atención, tan ansiada aunque impredecible, de los lectores.
Por centrarse en la familia estas novelas adquieren el aliento de obras autobiográficas, sin dejar de ser ficcionales, aunque, en un sentido más amplio, las experiencias y conocimientos de los contemporáneos también pueden pasar a ser personales y hasta familiares cuando son captados y asimilados por el escritor. La cultura, entonces, se convierte en familiar al hacerse propia en el entorno vivencial del escritor.
Por lo anterior, pienso que Verónica Resucitada se enmarca dentro de este concepto de novela moderna que, partiendo de un hecho tan particular y local como la familia, reafirma y refresca la historia nacional. La hace nueva y la comprende. La reescribe y la testifica. Y cumple con creces el reto de narrar la familia con el valor suficiente para desnudarla pero al mismo tiempo con la calidad necesaria para inmortalizarla a través de la literatura.
Ese transcurrir de Verónica, ese insertarse con acierto en la vida común, es un desarrollo que comprende también el desarrollo del país a través de un tiempo relativamente largo, una época, que abarca varias vidas, uno de los tantos requisitos que ha de ostentar un suceso para ser Historia. Pero como no es Historia, ni como definición ni como tratado de sucesos, así se sustente en hechos reales, el uso del lenguaje vendrá a darle la connotación de novela, su carácter literario, y será el diálogo que entable con el lector, entre su realidad y la ficción propuesta por el autor, el que finalmente permita que la obra haga parte del conocimiento general. Para el lector, lo narrado debe parecer real, es decir histórico, verosímil, única manera de lograr que se sienta identificado con él.

La novela
Verónica es una mujer que se ha negado a sí misma como familia porque su objetivo de alcanzar su utopía personal le indica que debe decidir abandonar a su esposo y a sus hijas, pero, al mismo tiempo, ella ha sido negada por la familia, porque ya la considera ubicada en ese lugar que queda después de la vida.
Mayor negación que la ausencia parece no existir sobre la tierra. Y la novela, para mí, es una gran metáfora sobre la ausencia, más que del dolor o de la enfermedad, más que de la inevitabilidad de la muerte.
El juego comienza cuando Verónica necesita recuperar su tiempo perdido, a sabiendas de la dificultad de lograrlo y, cuando menos lo piensa su familia, se hace visible cuando ya la vida le demuestra que es improbable que alcance ese objetivo. El símbolo más fuerte del lazo espiritual de esa relación es la foto que Arturo, esposo de Verónica, conservó toda la vida bajo el colchón, pero que sólo es descubierta después de su muerte.
Y es una gran metáfora porque en el fondo es el narrador quien desea recuperar la vida de Verónica para escribirla, para narrarla y dominar la catarsis que produce estar entre lo conocido y lo desconocido, entre el rumor y la verdad, entre la ficción y la realidad, entre la invención y los hechos cumplidos, aquellos que, por supuesto, ya no podrán cambiarse, ni siquiera repetirse. También está su deseo de aclarar episodios de otro tiempo para calmar su curiosidad y completar la biografía familiar que, hasta ese momento, ha permanecido inconclusa, a merced de los vaivenes y caprichos del tiempo.
Pues bien, lo cierto es que Verónica resucita, no de la muerte sino de la negación y del olvido, y esa es la anécdota de esta novela que Carlos Orlando Pardo empezó a madurar desde los tiempos de su juventud, capturando detalles, compartiendo anécdotas, sumando recuerdos, conservando frases inconclusas y miradas reveladoras, filtrando datos a la sazón inverosímiles, pero siempre rodeados de la magia de lo fantástico, de lo descomunal, de lo increíble, de lo trascendental, de lo burlesco y de lo que, para un escritor como él, es algo que no se puede dejar de escribir.
La familia, entonces, se reafirma como la razón y la esencia de la novela. Así que la memoria del narrador es fundamental para que la historia adquiera credibilidad y para que discurra de forma clara y amena ante los ojos del lector, como en efecto ocurre a lo largo de sus páginas. Un narrador así es un testigo fabuloso, ya que, como se ha dicho tantas veces, al fin de cuentas no somos más que lo que recordamos. O, como se dice ligeramente por ahí, lo que no se recuerda ya ha dejado de existir.
En este sentido Verónica resucitada es una totalidad armónica porque el autor no ha dejado fisuras ni en sus personajes, ni en su trama ni en la historia y porque ha sabido completarla con detalles de la época, datos precisos que identifican el momento histórico, cuando no con imágenes y episodios que ha sabido sacar con paciencia del depósito incalculable de su imaginación. Se acerca, entonces, a lo que dijera Fiodor Dostoievski: “la verdad es siempre inverosímil; para darle verosimilitud, hay que mezclarle un poco de mentira”.
Pero la novela es ante todo una gran historia de amor, primero entre Verónica y Arturo, la raíz, el origen de esta saga, cuya ruptura no impide que continúe cada uno por su lado en la búsqueda del reencuentro, que se sustenta en la conservación del recuerdo, en la nostalgia del pasado, en la conformidad con la ausencia, y después deriva hacia sus hijas y sus nietos, que siempre apuntalan su búsqueda vital en el respeto, el afecto y el amor. Es ahí donde se bifurcan las historias, destinos que confluyen después, en la época de las decisiones, los arrepentimientos y el adiós.
Además, la novela es un homenaje a las artes escénicas, ya el circo, ya el teatro, ya la literatura que se dialoga, pero siempre el arte concebido para el escenario. Es como si la unidad de la familia la constituyera un cordón invisible centrado en la actuación, primero en la forma como Verónica y Arturo se evaden de sus respectivos hogares con el anhelo del circo, punto de encuentro bajo el cual construyen sus noches de gloria en el trapecio y, después, en la manera como sus descendientes continúan la búsqueda inconsciente del aplauso, ya Sofía e Inés con la música y el canto, como “Las alondras del llano”, ya Sofía con Luís Alberto en el teatro y en la televisión, ya sus nietos ensayando el circo, la comedia y la escritura, como el escenario mayor, y, al final, una biznieta haciendo contorciones para los aplausos, prefigurando una nueva artista en la saga familiar.
Páginas memorables, estas del circo y la vida al interior de la carpa, ese universo que se traslada como el aire, que es ubicuo y siempre está presto a impulsar el mundo mágico de la fantasía. Un valor agregado, diría yo, a las calidades de esta novela donde, si una clave hay que buscar, es ese trapecio que oscila como un sueño entre la parafernalia del espectáculo, las luces, los gritos de asombro, y los aplausos interminable grabado en el corazón.
Además, a pesar de ser una tragedia acumulada, sobrellevada por distintas ausencias y abandonos, o la narración del desarrollo de una familia acompañada por lo trágico, es, sin embargo, una novela optimista, de victoria frente a la adversidad, con la cual su autor nos entrega la dimensión de sus conceptos sobre la vida a través de unos seres nacidos para el arte, que hicieron lo que querían o lo que tenían qué hacer para copar sus días y noches de creación, a pesar de los obvios despeñaderos de las dudas, las equivocaciones y la culpa o la resurrección anhelada en el perdón.
“Mi vida es ahora la suma de lo que merezco y no puedo dormirme fácilmente. Me despierto con frecuencia como si la paz me fuera esquiva y no pudiera respirar. Ahora la noche es triste y sólo se ilumina cuando florecen los aplausos de otros días donde aparezco alucinada y luminosa, pero pronto surgen las sombras al comprender la verdadera dimensión del instante en que me fui”. (p. 229)
Son introspecciones de Verónica en los momentos supremos de la lucidez y del adiós.
Reveladora de la sociedad colombiana del siglo pasado, desde principios de siglo hasta la muerte definitiva de Verónica en la década de los ochenta, tres generaciones, escrita con el lenguaje cálido, preciso de las remembranzas y de la sencillez, lo más difícil de lograr para un escritor, y a través de varios planos narrativos que se entrecruzan, Verónica resucitada sale a la vida pública en procura de los aplausos, tal vez prolongación de aquellos que le valieran volar por los aires en su realidad pretérita, y le merecen ahora el honor de una novela como esta.
De esta manera Carlos Orlando Pardo resucita a Verónica para que continúe alojada, merecimientos del destino, en el mundo de la pista de aserrín, es decir, en el mundo de la magia y la ficción.

Ibagué, Altos de Piedrapintada II,
febrero de 2012.